domingo, 10 de abril de 2016

John McLaughlin en Buenos Aires

por Su Grass (*)

Parte I: “El rasgo eterno”

Aunque atesoran unas cuantas, la cualidad más distintiva y al mismo tiempo asombrosa de los héroes del rock que venimos venerando desde hace más de 40 años es su permanencia, tanto en el disco como en el escenario. Cual reflejo de la propia música que elaboran y disipan desde sus mágicos instrumentos, allí siguen, allí están, mientras a su alrededor la existencia vuela, el mundo cambia veinte veces y las décadas pasan, sin pena para ellos... pero con la máxima gloria. Nadie se jubila, nadie cuelga su grandioso bagaje de un perchero. Sólo se agrupan en dos bandos categóricos: el bando de los que, por la ley de la vida, ya partieron para trenzarse en monumentales zapadas en una dimensión que no podemos ver ni percibir; y el bando de los que se “aferran del pasamanos”, como cantaría Sui Generis, y que lejos de mostrar claudicación alguna prosiguen deleitando mentes, oídos y almas porque, entre otras cosas, “todavía tienen mucho que aprender”.

Precisamente el autor de las palabras de este encomillado es John McLaughlin, toda una leyenda viviente que arrastra una descomunal trayectoria expandida a lo largo de más de medio siglo de cultivar una música esencialmente inclasificable, nutrida de numerosas corrientes procedentes de todo el mundo.

Del jazz al rock, del blues a la salsa, del funk al flamenco, de orquestaciones a la Ovation acústica, del banjo a la Gibson de doble diapasón, de ritmos hindúes a la zamba de Atahualpa Yupanqui... todo encaja con precisión micrométrica en el espectro audible del sello McLaughlin. Y el retorno que percibe el oyente es, a la sazón, una muestra contundente de cómo puede concebirse una música completa, plena de texturas y sensaciones... aún sin lírica escrita. Pocos han alcanzado semejante pináculo. Por eso John McLaughlin y su arte son tan especiales y tan indisociables uno de otro: la rubrica que él imprime en cada una de sus creaciones, en cada nota de su guitarra, le es rotundamente propia y jamás podría confundirse con la de otro intérprete.

A sus 74 años, este genio con todas sus letras que aún circula por la autopista sonora en quinta y con las luces encendidas, sabe mejor que nadie, sin embargo, que nada físico es eterno. “Cuanto más viejo me pongo más me percato de mi mortalidad—dijo en una entrevista de 2015—. Cada día vivido es un obsequio, un regalo, y cada concierto que doy bien podría ser el último y pienso que debería dar el 100%, por si acaso”. Y seguidamente lanzó esa tremenda confesión de cara a una amarga realidad que algunos de sus colegas coetáneos son incapaces de enfrentar y terminan entregando su vida a la tragedia. “En algún momento creo que la maquinaria será demasiado vieja (risas) y tendré que meter la guitarra debajo de la cama y chau. No es que no haya pensado en eso porque soy bien consciente, pero cuando suceda diré: ‘muchas gracias, fui la persona más afortunada del mundo y gracias a Dios, gracias a todos ustedes y gracias música, porque ha sido la historia de mi vida’. O no?”

Parte II: “El regreso del ‘viejo hippie’”

John McLaughlin no es una novedad ni una rareza en la Argentina, ni tampoco en el Gran Rex capitalino. Más bien lo contrario: es uno de nuestros ídolos del prog rock británico que, afortunadamente, más veces ha tocado en este país. No sólo eso, sino que también ostenta el privilegio de haber sido uno de los primeros en aventurarse por estas latitudes, por cuanto será recordado siempre, quizás, por haber presentado sus primeros shows nada menos que en 1979, una época en la que no acudían a la Argentina figuras de alto quilataje en el rock internacional y que al respecto solo registraba dos antecedentes: el de Carlos Santana (1973) y el del hoy desaparecido Joe Cocker (1977).

Esos primeros shows de John McLaughlin en el Luna Park en mayo de 1979 comenzaron a cimentar una audiencia local fiel y fervorosa, que volvió a aplaudirlo en Buenos Aires en sus nuevas presentaciones durante los ’80 y ’90. Justo en este 2016, sin embargo, se cumplían dos décadas en las que esas notas de la guitarra de McLaughlin y sus diversos acompañantes persistían estampadas en las paredes aguardando el momento de despegarse. Tras una larga espera, la oportunidad por fin llegó y a fines de 2015 nos enteramos que Brasil, Argentina y Chile conformarían la “South American Leg” de la gira mundial que McLaughlin y su banda de estos últimos 8 años, 4th Dimension, vienen emprendiendo tras la edición de su excelente disco “Black Light” por el sello Abstract Logix en septiembre de 2015.

La cita argentina habría de darse por partida doble, con un concierto en el Gran Rex de Buenos Aires y otro en el teatro El Círculo de Rosario, primera vez que una ciudad del interior del país quedaba felizmente incluida en la agenda de quien ya debe coleccionar varios tomos de sus presentaciones en vivo. Así fue entonces como el pasado viernes 1 de abril, esa audiencia fiel, más otros newcomers que nunca antes habíamos sido halagados con tal honor, nos aprestamos en Buenos Aires a vivir una velada de lujo de la mano de Johnny Mac. Claro que no imaginábamos que esa velada se prolongaría por dos horas y media ininterrumpidas, pero no nos adelantemos.

El banquete estaba por servirse y poco importaron la lluvia torrencial de afuera y los cortes de luz en el teatro. Con un recinto colmado en un 80% (unas 2500 personas, tal vez la concurrencia más numerosa que recibió la banda en esta South American Leg) el Gran Rex nos dio la bienvenida con su escenario dominado por dos baterías Pearl y platillos Zildjian, lo que hacía presagiar un jugoso dueto en algún momento del show.

Sabíamos que, siempre abierto a mezclar culturas y nacionalidades diferentes en sus bandas, John McLaughlin traía la 4th Dimension con el camerunés Etienne M’Bappe en bajo, el (¿cuándo no?) hindú Ranjit Barot en batería y percusión, y otro inglés, Gary Husband, en teclados y segunda batería. Con el transcurso del show estos acompañantes se revelarían, tal como era de prever, cual notables virtuosos per se, pero tampoco nos adelantemos.

Cierto es que pasadas las 21:15 estos tres eruditos fueron apareciendo por el lateral derecho del escenario en medio de vítores y aplausos, y cierto es también que cuando le llegó el turno a John McLaughlin el Gran Rex sencillamente explotó. Es indudable que en estos 20 años se lo había extrañado a este carismático “Old Hippie”, como le gusta autodenominarse en nuestros días. Con blancos cabellos bien largos (como septuagenario no le falta ni uno!), atuendo informal y sencillo ataviando un aura que debería perfilar a un dios, pero que en realidad viste a un ser mundano, espontáneo y honesto con su público y con sí mismo. Así se lo vio, así es tal cual.

Sin mediar muchas palabras, cada uno ultimó los detalles en su instrumento y la voz de Ranjit Barot —todos tenían un micrófono a su alcance para participar en originales arreglos vocales percursivos conocidos como "konokal"— clamó fuerte para abrir el primero de una sucesión de temas inolvidables. ¡Qué potencia! ¡Qué energía! Se nos acabarían pronto los términos de la física para describir el despliegue en escena de estos individuos cuyas edades no parecen caer por debajo de los 55 años. Y eso que el espectáculo recién comenzaba...

Tras la primera muestra, Mr. Mac presentó a sus músicos, se disculpó por no hablar castellano, siguió de ahí en más en un inglés muy claro, pausado y suave para comentarnos sobre su disco, los destinatarios de los varios homenajes que rinde en sus temas y sin más preámbulo prosiguió con su “amor, devoción, entrega” que vino a ofrecernos.

Sólo el vendaje que portaba en la muñeca derecha, que ya habíamos detectado en las fotos que venían de Brasil, posible consecuencia de una artritis confesa heredada de su madre (“... junto con la música!”, dixit), parecía recordarle que quizás debiera bajar un cambio. Pero Johnny siguió con la quinta a fondo y a la hora de pasear la púa por esas seis cuerdas mágicas encaró la tarea sin piedad ni remordimiento. Como él sabe hacerlo y con una velocidad en su mano izquierda que muchas veces escapa de lo que puede procesar nuestro propio cerebro.

Es que... en realidad es difícil enfocar una cámara fotográfica en John McLaughlin sobre un escenario (experiencia propia!) y capturar esa infinita sucesión de expresiones faciales. Constantemente se desplaza de un lado a otro, concentrado, pero bien alerta de lo que tiene alrededor y de cada uno de sus músicos, con quienes sin duda la química es admirable. Como invariablemente lo ha sido con sus bandas anteriores, McLaughlin nunca acapara la totalidad de la atención. Por el contrario, permite que cada integrante se luzca una y otra vez, retirándose respetuosamente a un costado del escenario y dejando flotar el hechizo y el entusiasmo.

Ese es un rasgo notable de esta 4th Dimension. Ninguno de los cuatro abandonó el escenario durante el show. Cada uno fue protagonista absoluto de más de un solo alucinante, pero mientras los spots se enfocaban en ese particular momento, todo el resto permanecía en los laterales, con un leve acompañamiento instrumental, pero más que nada como partícipes y fans en primera fila del espectáculo que brindaban los demás. No es común observar esta actitud en los grupos, porque precisamente no suele ser usual que sus integrantes se plieguen colectivamente a esa pasión mutua, es decir, disfrutar visiblemente del momento en que es otro el que toca. Y si es algo que habrá de atribuírsele siempre a cualquier emprendimiento de McLaughlin, ese algo invariablemente se resume en una sola palabra: pasión.

Afirmar que los músicos acompañantes también constituyen un show por sí mismos dista de ser una acotación exagerada. Lo primero que se percibe del africano Etienne M’Bappe es que toca con guantes, peculiaridad que pocos, si lo hay, comparten. Tranquilo, relajado, estático (a diferencia de McLaughlin) y con un chicle en la boca sacude con brío su bajo de cinco cuerdas, su mano izquierda recorre el diapasón con holgura y construye sin inmutarse esa mole pétrea, propia de los grandes bajistas en los que descansa todo el armazón musical.

La apoyatura rítmica que brinda Ranjit Barot con su batería y accesorios percusivos es colosal. Dueño de impecable técnica, suelto y confidente, su presencia en el escenario es vital y decisiva, y nos deja pensando en la puntería magistral que tiene McLaughlin para elegir bateristas, porque siempre se rodeó de los mejores, si tenemos presentes a Billy Cobham, “Narada” Michael Walden o Tony Williams, por mencionar unos pocos.

Gary Husband aporta un delicado vuelo sinfónico y ocasionalmente un extraño lenguaje de manos al que se plegó el público del Gran Rex. En dos o tres oportunidades se trasladó a la Pearl vacía que tenía a su derecha y se enganchó con Ranjit en duelos que hicieron vibrar el teatro, demostrando también un gran dominio en tambores y platillos, capaz de definir a un músico completo que ha grabado como sesionista con una plétora de famosos.

En la sucesión inagotable de temas desfilaron clásicos de los últimos discos de McLaughlin, así como un puñado de “Black Light”. De especial significado fue la versión eléctrica de “El hombre que sabía”, sexto corte de “Black Light” que es un homenaje al gran compinche de McLaughlin, el español Paco De Lucía, desaparecido en 2014, en vísperas de la grabación de un álbum conjunto. “I have a hole in my heart”, nos confesó John al recordar a su amigo. “Love and understanding, love and understanding...” A esta altura era como que el propio nombre 4th Dimension comenzaba a acusar su eficacia, porque lo cierto es que muchos debimos de quedar atrapados en esa cuarta dimensión durante todo el concierto para volver a mirar el reloj cuando eran pasadas las 23:40. Hora en que la totalidad del teatro ya estaba de pie aplaudiendo y coreando a estos cuatro gigantes que teníamos allí enfrente, saludándonos tomados de las manos y con la manifiesta incredulidad de no lograr asimilar semejante fervor.

Hubo mutis por el lateral derecho, sí. Pero no por mucho rato. Minutos más tarde aparecieron de nuevo en un único bis para encarar el inmortal “You know, you know”, del primer álbum de la Mahavishnu. Prosigue el delirio colectivo. Otra muy prolongada ovación de pie al término de un show magnánimo.
Seguimos con las ganas. Queremos más.

Vale recordar, para el cierre, unas palabras que la prensa argentina le dedicara a John McLaughlin con motivo de su primera visita en 1979. “Dentro de 10 o quizás 20 años—afirmó un cronista local—este inglés encantado tendrá todavía la música más hermosa del mundo”. Pues bien, 37 años después de tal declaración es evidente que ese cronista era un visionario. Lo que viene a cuento de una pregunta que en una entrevista de la época le plantaron a John así, a boca de jarro: “¿Creés que aparecerá un nuevo McLaughlin?” A sus 37 abriles de entonces y como es habitual en él, John sonrió: “¿Tan viejo soy?” Mas con sincera modestia, propia de los grandes, no dudó en remarcar que “seguramente aparecerá alguien con algo nuevo y bueno”.

Ubicando sus palabras en contexto con la realidad actual, casi cuatro décadas después, concluimos que John McLaughlin es mejor creador que visionario.
Hoy por hoy no hay nadie como él. Ni sonido capaz de igualar su exclusiva música sin tiempo, sin fronteras, sin etiquetas, sin concesiones... pero sí dueña de todo lo demás.

Teatro Gran Rex, Buenos Aires, 1 de abril de 2016 

 (*) Su Grass es autora del blog "Bitácora progresiva" y ha colaborado recientemente con nuestro programa Gigantes Gentiles en la edición del compilado Gigantología. El crédito de las fotos también le pertenece.